Por Leticia del Pilar Campos Olivares, académica del Departamento de Ingeniería de Minas – Universidad de Atacama, Copiapó.
Nuestro país, reconocido por sus abundantes riquezas minerales, posee un patrimonio material invaluable ligado a la actividad minera. Sin embargo, me surge una interrogante: ¿Qué ha ocurrido con el patrimonio inmaterial?
Me refiero a ese patrimonio representado por las costumbres, tradiciones y leyendas que forman parte del imaginario de los trabajadores mineros, quienes durante siglos han contribuido a la grandeza de Chile.
Esta interrogante cobró fuerza al contemplar la imagen central del Gran Mural de Copiapó, donde se puede observar cómo abundantes monedas de plata brotan sobre las espaldas de una interminable fila de ‘apires’ del Mineral de Chañarcillo.
Campamentos como Sewell y Humberstone, reconocidos como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, conservan la arquitectura e infraestructura que alguna vez albergaron a los mineros. No obstante, es fundamental reflexionar sobre las experiencias y emociones que se vivieron en estos espacios.
«En la actualidad, en medio de los avances tecnológicos y la creciente demanda global de metales, es responsabilidad de todos nosotros, como sociedad, reconocer y preservar este patrimonio cultural minero, solo así podremos comprender plenamente nuestra historia y transmitirla a las futuras generaciones».
La literatura ha sido un valioso medio para acercarnos a estas historias, donde escritores como Baldomero Lillo y Hernán Rivera Letelier nos han brindado un pequeña mirada sobre la vida de los mineros y sus familias, a través de obras como «Subterra» y «La reina Isabel cantaba rancheras». Estas narrativas nos permiten adentrarnos en sus costumbres e ideales y comprender cómo han impactado en la formación de nuestra identidad como país.
Por otro lado, las imponentes casonas pertenecientes a los grandes empresarios mineros, como la Viña de Cristo en Copiapó, propiedad de Don Apolinario Soto, o el Parque de Lota, regalo de Don Luis Cousiño a su amada esposa Doña Isidora Goyenechea, nos deslumbran con la magnificencia de sus fortunas. Sin embargo, es necesario cuestionarnos qué nos revelan estas construcciones acerca de las precarias condiciones económicas de la época, donde los trabajadores mineros recibían sus salarios en forma de fichas, que solo podían ser canjeadas en la Pulpería de la misma faena.
¿Reflexionamos acaso sobre el hecho de que, mientras los dueños de las minas tenían la oportunidad de educar a sus hijos en Europa, el analfabetismo prevalecía entre los hijos de las clases populares? Estos hijos de los obreros que estaban condenados, únicamente por su origen, a convertirse en mineros desde temprana edad.
No planteo esto desde una perspectiva condenatoria, sino todo lo contrario: lo expreso para poner en valor estas historias de hombres y mujeres anónimos, personas que crearon la «carbonada» y el «mote guisado», que relataban encuentros con criaturas míticas como el «Alicanto» o el «Yastay», que bailaban ante la «virgen» vestidos de pirquineros, ataviados con espejos y brillos para pedir protección a su «chinita». Y así, un sinfín de costumbres que surgieron para enfrentar la vida, las que hemos conocido muchas veces solo a través de la tradición oral y que demuestran la importancia de documentarlas.
En la actualidad, en medio de los avances tecnológicos y la creciente demanda global de metales, es responsabilidad de todos nosotros, como sociedad, reconocer y preservar este patrimonio cultural minero, solo así podremos comprender plenamente nuestra historia y transmitirla a las futuras generaciones.
No debemos limitarnos a contemplar únicamente las estructuras físicas y los logros empresariales, sino que debemos valorar la experiencia de los trabajadores y las condiciones sociales en las que se desenvolvieron. Recordemos siempre: ¡La mayor riqueza de una mina son sus mineros!